jueves, 5 de mayo de 2011

Agua

Como era costumbre, los jueves a la tarde, sus parientes iban a visitarla. En su celda, estaban preparadas las colaciones con las que los recibía. El olor penetrante del café con humita se sentía en todo el Convento. Cuando llegaron, oraron y agradecieron que su última hija Inés se haya dedicado al servicio del Señor y de la Virgen bajo el ala protectora de San Francisco. Llovía a cántaros, pero no era una sorpresa que los aguaceros cayeran de manera tan furiosa sobre la muy noble y muy leal Ciudad de San Francisco de Quito. Eran las seis de la tarde y era hora de rezar las octavas con las hermanas franciscanas, así que padre, madre y hermano se retiraron de la celda a pesar de la inclemencia del tiempo. Inés estaba recién llegada al Convento, con ella llegaron unos retratos de su familia, cartas de amores que no vería más y un rosario que le había regalado Mama Luz, su abuela materna. Los truenos estremecían el tumbado del Convento construido de adobe por los indios quiteños cuando llego la Misión de los Franciscanos a la ciudad de Quito. Hacia el último rezo, Inés recordó que había dejado abierta la ventana de su celda para que se disipara el olor a comida. Apresurada salió del rezo, sin embargo, era poco lo que las hermanas franciscanas podían hacer, el agua había anegado el patio central del Convento. Se oían los gritos de auxilio al Santísimo y a la gente, pero nada se podía hacer, el agua les sobrepasaba los hombros y se salvaron de morir ahogadas. Inés no temía por su vida, pero si por sus pertenencias. Llegó como pudo hasta su celda, pero era muy tarde, el agua ocupaba casi por completo el lugar. Busco entre los muebles el rosario que le regaló la abuela Luz ya no estaba, se desesperó y sentía que sus lágrimas pesaban más que el aguacero torrencial.

A Octavio P.